viernes, 15 de abril de 2022

Otra "Primavera nos Dentes" (relato)

 Desde el inicio y mientras se fue haciendo el rancho Anselmo tuvo una particular
costumbre solitaria. Empezó con el ritmo del viento un setiembre que daba ganas
de emprender cualquier aventura, con ese olor de flores que los árboles
despuntan con su amarillo incandescente, flúor, como líquido sin mezclar que se
desborda de los tintes verdes que resguardan su secreto.
Así lo veía un año después y en otra primavera absorbido por el calor. Pensaba
que en esos tiempos adquirió, o ya venía con él de antes, una actividad que
realiza muchas veces y hasta distraído. Se sienta en una de las sillas de madera
y fierro, las que aclimatan y rodean la mesa de la cocina, y largo rato en silencio
se queda conversando con la casa. No es que esta le hable, atento lector, en el
sentido formal y humano de la palabra, pero el silencio que se alcanza en cierta
soledad trae señales trasladables a ciertas formas de la comunicación. Así es, se
comunica con la casa que construyó, la que lo cuida de las distracciones
mundanas que pueden recurrir a su portón.
Cuando se dispone a oírla, a estudiarla, a observar, a no descuidar ninguna
posible señal, en estos momentos también sin darse cuenta se encuentra con
escenas y detalles de recuerdos, que antojadizos y fértiles tienen que ver con su
presente, pero otros nada guardan en su apariencia como para conectarlos con
esta realidad de ahora, que con acertados errores y exitosos fracasos, vive y
lucha. Empieza un recorrido por los sentidos que no se refleja en su movilidad,
sino en las tensiones o inercias de su cuerpo. Inclina unos grados su cabeza para
empezar por la audición, continúa respirando con acentuada inhalación, su boca
y todas sus papilas segregan saliva y amargor con el segundo o tercer sorbo de
su preparación de yerba mate. No es fácil precisar si sus manos empiezan a
sudar antes que sus ojos se cierren por el ardor de tenerlos fijos en un lugar.
Antes o después, el tacto o la visión. Luego termina su ronda por los sentidos
como si fuera un camino señalizado de compenetración con cada elemento de la
casa, de sí, con la tranquilidad del pensador en acción. No le molesta que lo
molesten pero prefiere aislarse para que no lo hagan. Entiéndase como molestia,
por ejemplo, los aplausos del panadero que en las tardes de sol sale a ofrecer su
producto y no escatima en aplaudir y dejar un volante cada vez que no le abren.
Por suerte para los muchachos los fogones y los ocasionales días de tempestad
permiten quemarlos en el fuego de reunión o de asado, y no amontonarlos como
alimentos de ratones.
Nunca sabrá por qué pero esta media tarde primaveral le insiste un recuerdo que
proviene de las visitas a lo de Marita, una amiga de su padre que frecuentaban
cuando él despuntaba los diez años. Su recuerdo entra a esa casa, a su pasado,
visualiza como se dirigía al cuarto del fondo a mirar y tocar y deslumbrarse con
un cubo negro lleno de botones, luces, sonidos y posibilidades. Entre mate y
mate, manso como un suspiro de placer, su respiración desenfunda una nota, y
las tablas que secan al calor se quejan y dan otra, así se forma un acorde en la
memoria que lo tranquiliza y apacigua de cualquier otra actividad. Una armonía
que le da ritmo a su propio cuento.
Ahora no se da cuenta si se lo presentaron o él solo con atrevimiento estiró su
mano al encuentro y lo tocó esperando una respuesta. Como si fuera una
lengua, pero una lengua que no existía en dimensiones, rápidamente se le
apareció como escupida (con diez años es más que suficiente la comparación).
Ancha, giratoria, salió y rotó justamente del centro del objeto que estaba
descubriendo. La tecnología que se le presentó aquel día y que vuelve con tanto
entusiasmo amargueando ahora en su casa, le produce una especie de
nostalgia. Pero no la tristeza o melancolía repentina que trae el recordar, sino
una precisa mezcla de alegría y pena con satisfacción por hacerlo.
Con los muchachos por motivos que no ameritan nombrar hablan de la palabra
Saudade, y de su condición de no tener una traducción literal desde el portugués,
aunque su significado se acerca a la nostalgia. Anselmo se ríe de sus
extravagancias en los improvisados portuñoles que se presentan a las reuniones,
cuando embebidos y entre flores de cristal se desparraman extrañas
conversaciones con Jacinto y César. Piensa risueño en ello ahora que lo agarró
sin aviso por su cabeza la bolsa llena de humo que contiene el recuerdo del
equipo de audio de la casa de Marita.
Su padre estaba horas hablando con su amiga y él, pequeño y escurridizo, se
desplegaba una serie de discos que sabría luego se llamaban Cds. Como si fuera
amo y señor de aquellas cosas, tendido en la cama abría y cerraba y los retiraba
de sus cajitas, al igual que los librillos que acompañaban los paquetitos. De
adentro salían con luminosidad y reflejos de colores los mágicos platillos, que al
ponerlos a la luz desprendían una cantidad de brillos como si fueran un arcoíris
desbordando su contenido y salpicando todas sus dimensiones cromáticas en su
rostro. Entraban cinco discos en la bandeja del reproductor, y esto lo sabe con
mucha claridad, además de que la mayoría de sus descubrimientos musicales
datan de esa época, ese número le quedó fijado con una tachuela en la cartelera
de la historia. Generalmente en cada casa donde iba, en el comedor o en los
cuartos, había un espacio reservado para vinilos o Cds, y junto a ellos esos
cubos negros o luego en el tiempo cromados, que tanto le fascinaban. Siempre le
llamaban la atención, no era casualidad que la colección de Marita y su pareja lo
abdujera de esa manera a una realidad paralela ya que contaban con
innumerables títulos. Indagaba en todo los planos como si fueran verdaderos
tesoros; ahora, ya adulto, se sonroja al verse ensimismado en los cajones de
plástico llenos de libros o discos mirando (“como gurí chico” al decir de sus
amigos) las carátulas, las contratapas y los lomos de esos objetos tan
venerados.
Su obsesión por estas cosas quizá surgió en esa época aunque no llegaba a ese
tipo de conclusiones. Al menos no esta tarde que lo acongojó el recuerdo,
mientras escuchaba lo que tenía para decirle su casa, tramposa, que con algunas
frases bellas de maderas crujientes lo hizo perder en las islas de la memoria. Sin
prender la radio, se deja endulzar un poco más por la mieles del pasado. Sin
escuchar esa gotera que no quiere parar, porque no quiere distraerse, da vuelta
el mate y la amargura vuelve a subir. La bolsa de humo que está atada a su
cabeza y sostiene el recuerdo se pincha con un detalle, la tapa del último disco
que escuchó en la casa de Marita, en ese equipo de audio que se parece al de
hoy.
El título no le pareció contradictorio, pero le resultaba curioso (esa seducción que
tiene el oxímoron) al mismo tiempo “Secos y Mojados”. Aunque más increíble y
exorbitante le resultó la imagen: una mesa con un banquete de cuatro cabezas
servidas en los platos. Mientras descifraba los objetos de lo que parecía ser un
festín, se estremeció cuando escuchó lo primeros sonidos. Quedó hipnotizado
mirando el ecualizador, para él quienes cantaban y tocaban estaban escondidos
allí. Dieciséis columnas bajaban y subían de izquierda a derecha y de derecha a
izquierda sin parar, la música y el bajo y las guitarras y las voces metálicas, se
movían y parecían miles de horizontales que iban y venían en un juego aleatorio,
infinito y divertido. Ensimismado, observando, escuchando, sin tiempo. De
repente una controversia se introdujo en el medio de la canción cinco, los gritos
no venían de las cajas de madera, sino de los dos mayores que siempre
charlaban en la sala. Apareció su padre exaltado y sin remordimiento lo ayudó a
pausar y ordenar para dejar paso a la vestimenta necesaria para salir y no volver.
El llanto y la humedad de la cara de Marita se pegaron a la mejilla del niño
cuando le dijo adiós, en casi un funeral, parada en la baranda del porche que
tanto decoraba la entrada a su universo.
Las causas no están en el desenlace que tiene Anselmo en su cabeza,
simplemente se emociona al pensar que no pudo terminar la escucha de aquel
disco. Por esta razón se levanta con calor y sobresaltado porque se indigna, a
veces le pasan estas cosas con respecto al arte. Se molesta por no tener al
alcance para consultar alguna obra de su interés. Inmediatamente se pone a
revolver, porque si la histeria y la obsesión de sus gustos tiene cabida, entre los
casetes que tiene amontonados en la caja de zapatos que sostiene la repisa,
esas músicas deben encontrarse allí. Efectivamente así es, y el número cinco
viene a constatar su peso en este tendido eléctrico del recuerdo. Al darse cuenta
de lo que le está pasando, su ánimo no solo no sale de la congoja, sino que se
adentra un poco más en la oscuridad de sus sentimientos. Coloca el cassette en
el dispositivo pensando en las dimensiones de la música y la memoria. Recuerda
cuando de grande volvió a reencontrarse con este disco en la casa de una
amiga, de cómo se vio en un terreno sensible al llanto cuando escuchó la
canción a la que remitiá este número, y la relación involuntaria de haber sido
protagonista de aquel hecho en su infancia.
La cajita de plástico tiene las letras, y como una coordenada insólita del pasado y
el futuro, mudo, se queda leyendo y escuchando, también él, con la primavera
entre los dientes. Leyó:

Quem tem consciência para ter coragem
Quem tem a força de saber que existe
E no centro da própria engrenagem
Inventa a contra-mola que resiste
Quem não vacila mesmo derrotado
Quem já perdido nunca desespera
E envolto em tempestade decepado
Entre os dentes segura a primavera

No pudo más que lagrimear y volver a sentarse para la última vuelta del mate,
con el sonido de la cinta en el casetero y el equipo con forma de cubo negro al
volumen necesario para una pronta reconciliación con el presente.


                                                                                                                                   Simone

                                                           





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